Capítulo inédito de rayuela. Anécdota de porqué Cortazar decidió prescindir de él (página 2)
Volvió con la cafetera y empezó por echar
bastante azúcar
en la taza de que no lo miraba, absorta en la lectura de
Remigio Díaz, q.e.p.d. Después le sirvió
café
hasta el borde de la taza, y llenó la suya, mientras con
la mano libre sacaba un paquete de cigarrillos y se lo llevaba a
la boca como si fuera a morderlo, pero era nada más que
para extraer hábilmente un cigarrillo sin tocar los otros
con los labios.
–Tengo muchísimo sueño– dijo al cabo
de diez minutos.
–Con las noticias que
leés– dijo que había estado
esperando la frase y empezaba a inquietarse seriamente.
Bostezó con delicadeza.
–Aprovechá que la cama no está
tendida– dijo –. Siempre te ahorrás un
trabajo. lo
miró como esperando que él renovara la
señal, pero se había puesto a silbar con los ojos
clavados en el techo y más precisamente en una
telaraña. Entonces pensó que estaba ofendido porque
no le había contestado la señal con la respuesta
convenida (que consistía en pasarse una mano por la oreja
izquierda en señal de ternura y aquiescencia), y se fue a
dormir la siesta dejando la mesa tendida con los restos de un
rotundo puchero.
Esperó tres minutos, se sacó el saco de piyama y
entró en el dormitorio. Dormía profundamente,
tendida de espaldas. Como hacía calor,
había retirado la frazada y la sábana de arriba;
era exactamente lo que deseaba, y también que no tuviera
puesto más que el camisón con que se había
levantado. La bata azul estaba tirada a los pies de la cama,
cubriéndole los pies, y la enganchó con la
zapatilla y la proyectó hasta un rincón.
Calculó mal y la bata estuvo a un tris de irse por la
ventana, lo que hubiera sido molesto.
Del bolsillo izquierdo del pantalón sacó un tubo
de Secotine y un ovillo de hilo negro. El hilo era brillante y
bastante grueso, casi como un cordel. Con mucho cuidado
metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y
sacó una hojita de afeitar envuelta en un pedazo de papel
higiénico. El papel higiénico se había roto
y se veía parte del filo de la hojita. Sentándose
al borde de la cama, empezó a trabajar mientras silbaba
estruendosamente un trozo de ópera. Estaba seguro de que no
se despertaría, porque el café a grandes dosis la
hacía dormir profundamente, y además lo hubiera
asombrado que se despertara teniendo en cuenta que le
había echado tres pastillas de penumbrato de oxtalina
junto con el azúcar. Muy al contrario, el sueño de
era extraordinario; respiraba resoplando, es decir que cada cinco
segundos su labio superior se inflaba como un volado de cortina,
mientras el aire salía
por debajo en forma de soplido estertoroso. A le sirvió
esto como compás para seguir silbando la ópera
mientras cortaba un pedazo de hilo negro luego de calcular
aproximadamente cuánto necesitaba.
Los tubos de Secotine se abren extrayendo de su interior un
alfiler de cabeza redonda, que sirve para mantenerlos destapados
y tapados al mismo tiempo,
detalle que da idea de la astucia del fabricante. Una vez
retirado el alfiler, lo más probable es que aparezca en el
pico del tubo una gota de una sustancia bastante repugnante, de
olor ya célebre y propiedades mucilaginosas certificadas.
Con mucho cuidado, y mientras bordaba variaciones sobre Bella
figlia dell"amore, mojó el extremo de la hebra negra en la
Secotine e inclinándose sobre apoyó la parte
humedecida en el medio de su frente, dejando el dedo lo
suficiente como para que la hebra se pegara en la frente sin que
el dedo se pegara en la hebra, es decir unos cuatro segundos
término medio. Después se trepó a una silla
(poniendo antes el tubo, el alfiler y el ovillo sobre la
cómoda) y
pegó el otro extremo de la hebra en uno de los caireles de
la araña suspendida sobre la cama y que se había
negado a tirar por la ventana a pesar de sus (ya pasadas y no
repetidas) súplicas…
Satisfecho de que la hebra quedara suficientemente tensa,
porque detestaba las combas en cualquier obra humana, se
colocó del lado izquierdo de la cama armado de la hojita
de afeitar, y cortó de un solo tajo el camisón de
empezando por debajo de la axila. Después cortó la
vuelta de la manga, y hizo lo mismo del otro lado. Las mangas
salieron como pieles de culebra, pero procedió con cierta
solemnidad en el momento de levantar la delantera del
camisón y dejar desnuda a. Nada podía haber en el
cuerpo de que le fuera extraño, pero su brusca
contemplación le producía siempre un
deslumbramiento que la Gran Costumbre se aplicaba a enmohecer de
golpe. El ombligo de, sobre todo, lo trastornaba a primera vista;
tenía algo de repostería, de injerto fracasado, de
pastillero tirado en un tambor. Cada vez que lo veía desde
lo alto, a le venían unas ganas vehementes de juntar
saliva, una saliva dulce y muy blanca, y escupir delicadamente en
el ombligo, llenándolo hasta el borde de una tibia
puntilla de cumpleaños. Lo había hecho muchas
veces, pero ahora no era el momento, de manera que volvió
a buscar el ovillo y se puso a cortar hebras de diferente
longitud, calculando previamente ciertas distancias. La primera
hebra (porque la que iba de la frente al cairel de la
araña era como un acto previo que no contaba) la
pegó en el dedo pulgar del pie izquierdo de; esta hebra
iba del pulgar al pestillo de la puerta que daba al cuarto de
baño. La segunda hebra la fijó en el segundo dedo y
también en el pestillo; la tercera, en el tercer dedo y
también en el pestillo; la cuarta hebra, en el cuarto dedo
y en un adorno de la
cómoda en forma de cornucopia (de roble y rajada en tres
partes); la quinta hebra iba del dedo más pequeño a
otro cairel de la araña. Todo esto correspondía al
lado izquierdo de la cama.
Satisfecho, pegó una hebra en la rodilla izquierda de y
la fijó en la parte superior del marco de la ventana que
daba al patio del hotel.
Precisamente en ese instante una enorme mosca verde entraba por
la ventana abierta, y empezaba a zumbar sobre el cuerpo de. Sin
hacerle caso, fijó otra hebra en la ingle izquierda de y
en la parte superior del marco de la ventana. Pensó un
momento antes de decidirse, y después tomó el tubo
de Secotine y lo apretó contra el ombligo de, hasta
rellenarlo. Pegó inmediatamente seis hebras, que
fijó en cinco caireles de la araña y en el marco de
la ventana. No le pareció bastante y pegó otras
ocho hebras en el ombligo, que fijó en siete caireles de
la araña y en el marco de la ventana. Retrocediendo dos
pasos (estaba un poco arrinconado entre la cama, la ventana y la
shebras que iban de al marco) apreció el trabajo
realizado y lo encontró bien. Sacó otro cigarrillo
y lo encendió con el pucho del que ya le quemaba los
labios. Cortó de golpe media docena de hebras, y
pegó una en el pezón izquierdo de , otra entre los
pelos de la axila izquierda, otra en el lóbulo de la
oreja, otra en la comisura izquierda de la boca, otra en la aleta
izquierda de la nariz y otra al lado del lagrimal izquierdo. Las
tres primeras las fijó en los caireles de la araña,
y las otras en el marco de la ventana, con mucho trabajo porque
casi no le quedaba lugar para moverse. Tras esto fijó
hebras en cada dedo de la mano izquierda, en el codo y en el
hombro del mismo lado. Después tapó el tubo de
Secotine con el alfiler suministrado a tal efecto,
envolvió la hojita de afeitar en el pedazo de papel
higiénico atentamente preservado en el bolsillo trasero
del pantalón, y guardó las dos cosas y el ovillo en
el bolsillo izquierdo de la misma prenda. Agachándose con
mucho cuidado para no rozar las hebras, que estaban
admirablemente tensas, se arrastró por debajo de la cama
hasta salir del otro, completamente cubierto de polvo y pelusas.
Se sacudió contra la ventana que daba a la calle,
volvió a sacar sus utensilios de trabajo y cortó
una cantidad de hebras, que fue pegando sucesivamente en
distintas partes del lado derecho de , manteniendo en general la
simetría con el lado izquierdo pero permitiéndose
ciertas variaciones; por ejemplo, la hebra correspondiente al
lóbulo de la oreja derecha quedó tendida entre el
lóbulo y el pestillo de la puerta del cuarto de
baño; la hebra que salía del lagrimal derecho
quedó fijada en el marco de la ventana que daba a la
calle. Finalmente (aunque era una tarea que no tenía por
qué terminar tan pronto) cortó una buena cantidad
de hebras, les puso abundante Secotine y se largó a una
improvisación vehemente, repartiéndolas en el pelo
y las cejas de y fijándolas en su mayoría en los
caireles de la araña, aunque no sin reservar algunas para
el marco de la ventana que daba a la calle, el pestillo de la
puerta del cuarto de baño, y la cornucopia.
Metiéndose debajo de la cama, después de
guardarse el tubo, la hojita de afeitar y el ovillo en el
bolsillo del pantalón, se arrastró hasta salir por
los pies de la cama, y siguió reptando de modo de quedar
frente a la puerta del cuarto de baño. Muy despacio, para
no rozar ninguno de los hilos que iban hasta el pestillo, se
enderezó y miró su obra. Por las ventanas entraba
una luz amarilla y
bastante sucia, que parecía un reflejo de la pared
descascarada de la casa de enfrente donde todavía se
conservaban los restos de una pintura
representando a un niño de pecho que sorbía alguna
cosa con aire de gran deleite; pero la pintura se había
desprendido a jirones, y en lugar de la boca el niño
tenía una especie de llaga amoratada que no parecía
ninguna recomendación del producto
nutritivo encomiado más abajo con unas letras más
bien tartamudas.
La calle era enormemente angosta y las ventanas de un lado no
estaban a más de cinco metros de las del otro. A esa hora
no había ninguna abierta, salvo la de , pero no
estaría a esa hora, o dormiría la siesta. La mosca
empezaba a molestar seriamente a , que hubiera querido
expulsarla, pero para eso hubiera tenido que adelantarse hasta
los pies de la cama y agitar la mano cerca de la araña,
cosa imposible dada la cantidad de hebras tendidas en esa
dirección.
"Hace calor", pensó, secándose la frente con el
revés de la mano. "Hace un calor bárbaro,
realmente". Por un lado le hubiera gustado cerrar las persianas,
pero aparte de que era muy difícil abrirse paso entre las
hebras, hubiese dejado de ver con la perfecta claridad necesaria
el cuerpo de . La desnudez de se recortaba no tanto por estar
tendida de espaldas en la cama sino porque las hebras negras
parecían converger de todas partes y precipitarse sobre
ella. Si no hubieran estado tan tensas este efecto se
habría malogrado completamente, y se felicitó por
su destreza, aunque llevado por una exigencia natural a su
espíritu no dejó de ver que la hebra que iba desde
el marco de la ventana hasta el lagrimal derecho estaba
ligeramente floja. Por un momento pensó que se
habría movido, alterando el juego general
de las tensiones, pero le bastó observar en conjunto las
hebras para descartar esa posibilidad. Además la dosis que
había echado en el café no hubiera permitido que
moviese ni siquiera los párpados. Pensó en
arrastrarse hasta la hebra más floja y tenderla mejor,
pero probablemente hubiera estropeado algunas de las hebras que
se reunían con la otra en el marco de la ventana.
Concluyó que en conjunto el trabajo estaba bien, y que
podía permitirse un descanso y otro cigarrillo.
Ocho minutos después tiró el pucho por la
ventana que daba a la calle, y se desnudó sin moverse de
donde estaba. Su cuerpo alto y flaco parecía salido de una
litografía (era un opinión frecuente de). Aunque no
podía verlo, hizo la señal convenida, y
esperó alguna respuesta durante medio minuto.
Después empezó a acercarse a los pies de la cama,
sorteando poco a poco con cuidado infinito las hebras que iban
hasta el pestillo de la puerta del cuarto de baño. Para
eso se agachó y levantó cada vez que hacía
falta, hasta quedar parado exactamente a los pies de la cama,
cerrando un triángulo formado por los dos pies de y su
propio cuerpo. Esperó un rato, hasta que abrió los
ojos y lo miró. Apenas tuvo la seguridad de que
lo estaba viendo (porque a veces la inconsciencia duraba unos
minutos después del despertar), levantó un dedo y
señaló una de las hebras. Los ojos de empezaron a
pasear por las hebras, partiendo de las que brotaban de sus cejas
y lagrimales, y siguiendo luego a lo largo de su cuerpo.
Subían hasta los caireles de la araña y
volvían al punto de partida; volvían a salir, iban
hasta la ventana que daba al patio y regresaban a fijarse en una
rodilla o en un pezón; seguían el rumbo negro que
los llevaba hasta la ventana que daba a la calle, y regresaban
hasta las ingles o los dedos de los pies. Esperaba con los brazos
cruzados, idéntico a un de la época azul.
Cuando acabó de reconocer las hebras, algo como un
suspiro le levantó el pecho y proyectó sus labios
hacia afuera. Cautelosamente movió el brazo derecho, pero
lo detuvo al oír un tintineo en los caireles de la
araña. La mosca verde voló pesadamente,
resbaló por entre las hebras, giró sobre el vientre
de y estuvo a punto de posarse sobre el monte de, pero
después subió hasta el cielorraso y se pegó
a una de las molduras. y seguían su vuelo con una atención exasperada; no se miraron hasta
tener la seguridad de que la mosca se había posado en el
cielorraso con intenciones de quedarse ahí.
Apoyando una rodilla en el borde de la cama, agachó la
cabeza y empezó a adelantar el cuerpo hacia, que lo miraba
y no se movía. Apareció la otra rodilla en el borde
de la cama, mientras el torso avanzaba horizontalmente y una de
las manos buscaba el apoyo del colchón, exactamente entre
las dos piernas de. Las hebras lo envolvían, pero sus
movimientos eran tan precisos que no rozó ninguna cuando
sacó una rodilla y la puso sobre el colchón, luego
la otra junto con la otra mano, y quedó de hinojos y
completamente curvado entre las piernas de, respirando
pesadamente porque la maniobra había sido lenta y
difícil, y le dolían las tibias que se apoyaban
todavía en el borde de la cama.
Enderezando la cabeza, miró a. Los dos estaban sudando,
pero mientras el sudor envolvía a en una fina malla de
gotas transparentes, tenía empapada la cara y los hombros,
pero secos el pecho y el vientre.
–Uno hace la seña pero el otro juega con las
nubes –dijo.
–Las nubes también son una respuesta–
dijo.
–Frase alquilada.
–A tu justa medida.
Esperó. –Por fin lo hiciste– dijo –.
Hace meses que me preparabas para esto. Primero con la
manía de enseñarme a declamar porquerías, a
bailar como las tibetanas, a comer como los esquimales, a hacer
el amor como
los perros.
Después me obligaste a no cortarme las uñas, me
echaste a la calle el día del granizo, me encerraste en
una caja de madera con una
lámpara de rayos infrarrojos, me regalaste un álbum
de estampillas. Todo eso no era nada.
-Vos sabés cuánto te quiero– dijo en voz
tan baja que abrió los ojos como sorprendida–. Mi
amor
está apretado en este puño, triturado y apelmazado
hasta volverse una bola chirriante, una estrella portátil
que puedo sacar del bolsillo y acercar a tu cuerpo para quemarlo,
para tatuarlo. Cada vez que te hago la seña no me
contestás, y la estrella me fríe las piernas, me
corre por las costillas como una tormenta en el mar de los
sargazos, esa inexistencia donde flota el kraken, donde las
medusas se acoplan de a miles, girando lentamente por la noche,
en un baño de fósforo y de plancton.
–¿Y yo tengo la culpa de todo eso?
–Vas a desplazar las hebras– dijo –. Apenas
movés la boca hay dos hebras que se desplazan. –Bah,
las hebras– dijo.
– ¿Cómo bah las hebras?– –. Me
ha llevado media hora de trabajo, estoy lleno de tierra y de
pelusas. No barrés nunca debajo de la cama. Peor,
barrés el cuarto y metés la basura debajo de
la cama. Acabo de descubrirlo. Mi amor es también
así, materias sueltas que se juntan y aglutinan y
conglomeran y yuxtaponen. Además yo sudo, cosa que no le
ocurre a la basura.
–Parece como si hubiera dormido cien años–
dijo –. ¿Cuánto dormí?
–Cien años– dijo.
–Es mucho, cien años.
–Para el que se queda despierto.
–Vos, te debés haber aburrido una locura.
–Exactamente– dijo –. Al dormirte te
llevás el mundo, y yo me quedo despierto en una especie de
nada con líneas de fuga. A la larga resulta aburrido.
–Por eso jugás así– dijo, mirando
las hebras.
–Esto no es un juego. Estar desnudos frente a
frente.
–Te lo juro– dijo –. Yo creo que no vi la
seña.
–La viste perfectamente.
–Si la hubiera visto la habría contestado.
Prefiero estar despierta con vos.
–Frases explicatorias nunca amamantaron a las
abejas– dijo.
–A lo mejor la vi y no la contesté, pero era por
el calor y porque en el fondo yo hubiera tenido que lavar los
platos antes de venir a acostarme.
–Primero los platos– dijo –. Un buen lema.
Detrás de cuántas puñaladas hay esa
razón que ningún juez aceptaría.
Preferís pasar la lengua por los
platos sucios antes que lamerme el pecho como un caracolito
industrioso. Dejando una huella en forma de cuatro o de ocho.
Mejor de siete, número empapado de sacralidad. Pero no,
primero lameremos los platos como decía la reina Victoria.
Primero lameremos los platos.
–Pero es que están tan sucios, –dijo
–. Hace quince días que no lavamos nada en la
cocina. Ya te fijaste que hoy almorzamos con platos sucios, no se
puede seguir así.
–Estás perturbando las hebras– dijo.
–Y si ahora me hicieras la seña, si ahora mismo
vos…
–Ahora no hace falta– dijo –. Tengo derecho
a lo que me dé la gana. Al fin y al cabo no sos más
que una mosca.
Se oyó un silbido en forma de S. Entró por la
ventana que daba a la calle.
–Es –dijo –. Me llama.
–Vestite un poco antes de asomarte– dijo –.
Siempre te olvidás que estás desnudo.
–Es que siempre estoy desnudo. Sos vos la que te
olvidás de eso.
–Está bien– dijo –. Pero por lo menos
ponete el pantalón de piyama. ¿Y yo hasta
cuándo tengo que quedarme así?
–No sé– dijo –. Primero hay que ver
lo que quiere –.
–Alguna manga, seguro. Un cigarrillo o los
fósforos, esas cosas.
–Es un vicioso, realmente.
–Pero vos lo protegés.
–Si te vas a poner a proteger a la gente normal…
–Es cierto– dijo –. En el fondo es un buen
muchacho. Oílo como silba. Es increíble la forma en
que puede silbar. A mí se me haría pedazos la
boca.
– es un alquimista– dijo –. Transforma el
aire en una cinta de mercurio.
Qué jodido, carajo. –¿Por qué no te
asomás a ver lo que quiere? Fíjate que yo no estoy
muy cómoda con estos hilos. Se quedó estudiando en
silencio las palabras de.
–Ya sé– dijo–. Lo que vos
querés es que yo te suelte para irte a lavar los platos
sucios.
–Te juro que no. Me quedo aquí con vos. Si me
hacés la seña, te juro que…
–Puta, reputa, re contra puta–dijo –. Si te
hago la seña, eh. Ahora vení a comprarme con la
seña. ¿Qué me importa la seña, si te
he poseído como me dio la gana mientras dormías?
Ahora mismo no tengo más que resbalar veinte
centímetros, abriéndome paso como una gaviota entre
este maravilloso cordaje negro, esta arboladura de galeón
empavesado, y penetrarte de un solo golpe para que grites, porque
siempre gritás si te tomo de sorpresa. Y lo estás
deseando, hace cinco minutos que te huelo y sé que lo
estás deseando, podría entrar en vos como una mano
en un guante usado, tenés el perfecto grado de humedad que
aconsejan los especialistas en cuestiones copulares, especie de
holoturia caliente.
–¿Realmente lo hiciste mientras yo
dormía?–dijo .
–Lo hice de la manera más perfecta, pero eso no
lo comprenderás nunca– dijo mirando las hebras con
un orgullo profundo–. Más allá de la
seña, más allá de tu sucia cocina, y sobre
todo más allá de tu bajo deseo. Quedate quieta,
estás alterando las hebras.
–Por favor– dijo –. Andá a ver
qué quiere, y después cerrás las persianas y
venís conmigo. Te juro que no me voy a mover, pero
apurate.
Volvió a estudiar en silencio las palabras de.
–A lo mejor sí– dijo. Vos no te muevas.
¿Querés que te seque un poco con una toalla?
Estás sudando como una marmota.
–Las marmotas no sudan– dijo.
–Sudan muchísimo– dijo.
Siempre hablaban de marmotas en el momento en que se
reconciliaban.
–Ahora la cuestión es saber cómo voy a
salir de aquí– dijo –. Hay tantas hebras que
puedo tropezar con una, y cuando se retrocede no se tiene la
misma clarividencia que cuando se avanza. Es increíble
cómo el hombre ha
nacido para la frontalidad. De espaldas no somos nada, che. Como
la marcha atrás en auto, el más pintado se traga un
buzón en la primera de cambio. Vos
guiame. Primero saco esta pierna y pongo la rodilla en el borde
de la cama.
–Un poco más a la derecha– dijo.
–Me parece que toco una hebra con el pie– dijo,
mirando atrás y corrigiendo su movimiento.
-Apenas la rozaste. Ahora poné la otra rodilla, pero
despacio. Estás hermoso, tan sudado. Y la luz de la
ventana te hace como un baño verde. Parecés
podrido, te juro. Nunca te vi tan lindo. –Dejate de elogios
y guiame– dijo furioso–. ¿Te parece que pongo
el pie en el suelo, o mejor
voy resbalando? Lo malo es que me voy a despellejar las canillas,
esta cama tiene un filo terrible. –Poné primero el
pie derecho– dijo –. Lo malo es que no alcanzo a ver
el piso, cómo querés que te guíe si tengo
que quedarme quieta.
–Ya está– dijo –. Ahora me voy
agachando despacio y retrocedo centímetro a
centímetro, como en las novelas de.
–No nombres a ese pájaro maléfico–
dijo.
Reptando cual el caimán de las marismas, pasó
poco a poco bajo las hebras que iban hasta el marco de la
ventana. No volvió a mirar a , absorto en el estudio de la
cornucopia de la cómoda y el problema de sortear las
hebras que iban de la cornucopia a un dedo del pie y al pelo y
las cejas de . Así pasó bajo la mayoría de
las hebras, pero la última la salvó de un salto.
Recién entonces, con la mano en el pestillo de la puerta,
miró a que parecía dormida. Se daba cuenta de que
en vez de haber ido a la ventana estaba al lado de la puerta, y
que desde ahí era fácil llegar a la cabecera de la
cama sin perturbar las hebras. Acercándose en puntas de
pie, empezó a soplarle el pelo. Las hebras se agitaron, y
se oyó el entrechocar de los caireles de la
araña.
–Vení–dijo en voz muy baja.
–Oh no– dijo, alejándose–. Yo te hice
la seña y vos no me contestaste.
–Vení, vení en seguida.
Miró hacia la puerta. Respiraba penosamente, como si
las hebras negras le estuvieran succionando la sangre. Se
oyó todavía la nota cristalina de un cairel, y
después el silencio de la siesta. Desde la casa de
enfrente vino un silbido terrible, y desde abajo le contestaron
con algo muy parecido a una ventosidad rectal.
–Le han rajado un pedo espléndido– dijo
–. En realidad se lo merece.
–Por favor vení– pidió –. Me
hace mal estar así esperándote, siento que me voy a
morir, esta noche ¿quién te hace el asado?
Abrió los brazos, tomó impulso y saltó
sobre la cama, barriendo las hebras con aletazo fabuloso. El
estrépito de los caireles coincidió con el golpe de
sus pies al tocar el suelo del otro lado de la cama y con el
alarido de que se apretaba el vientre con las dos manos. Gritaba
todavía de dolor cuando le cayó encima
apretándola, hundiéndola, mordiéndola y
éndola. "Me duele muchísimo el ombligo",
alcanzó a decir , pero no la oía, completamente del
otro lado de las palabras. El aire olía cada vez
más a Secotine, y la mosca verde planeaba en torno a la
sacudida araña. Pedazos de hebras negras se
retorcían como patas por todas partes, caían por
los bordes de la cama, se entrecruzaban y rompían con
menudos chasquidos.
Tenía hebras en la boca, debajo de la nariz, otra se la
enroscaba en el cuello, y movía casi inconscientemente las
manos, mezclando caricias con manotazos para desprender las
hebras que le salían por todos lados. Y todo eso duraba
interminablemente, y la cornucopia estaba en el suelo rota en
tres pedazos, uno más grande y dos casi iguales, como
manda la divina proporción.
Bibliografía:
Publicado en Revista Iberoamericana, 84-85 (julio-diciembre de
1973), págs. 388-398.
Autor:
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